Marisa no pudo contenerse y al escuchar la estrofa de ingreso de la canción del momento, se enredó de cuerpo entero en la coreografía de su bailecito de fin de año.
Se había prometido a sí misma total compostura, pero el ritmo la comandaba y le fue imposible disimular su fluidez, liviandad, felicidad y armonía.
¿Vieron a Marisa?, consultó la madre de Mariana. ¡Qué bien baila!, respondió la de Yolanda. A mi sinceramente no me gusta, retruco la de Analía. ¡Es una engreída y desentona con el resto!, agitó la tribuna.
En el pueblo abundaban las madres de Analía, y Marisa -que palpaba resistencia- fue germinando una en su interior.
Hedía a disimulo forzado (¿quién baila?, ¿Marisa? No sabía... Si la vi no me acuerdo) y las palabras que faltaron, le enseñaron a bailar mucho menos, fingir llegar tarde y no saber la respuesta.
Se metió en esos roperos propios de los introvertidos-extrovertidos capaces de mendigar aprecio a costa de sí mismos y todo transcurrió bien y mal por muchos años, hasta que realmente se complicó.
Una mañana no pudo con el agobio y se escapó desesperada a bailar en la azotea. Inés, una vecina dos apartamentos más adelante, la vio a lo lejos y sin poder contener su deleite y agradecimiento, le gritó sincera y a pulmón quitado: ¡Marisa! ¡Bailás tremendo! ¡Sos un fuego!
Marisa la escuchó, se frizó, gritó perdón y atemorizada, corrió a esconderse en su apartamento.
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